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EFE - EL UNIVERSAL
Martes 08 de febrero de 2005
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En un país como Uruguay, donde el cerro más alto tiene 500 metros, la nieve sólo se ve en sueños; a partir de ahora, quien quiera ver el blanco espectáculo, podrá hacerlo gracias a los viajes turísticos que Uruguay organiza a su base en la Antártida.
La primera sensación tras bajar del avión militar Hércules que durante tres horas ensordeció a los pasajeros y les fue congelando las vértebras por el contacto con su gélido suelo, fue de emoción.
"Por fin llegamos", era lo que expresaban los ojos de todos, incluso de la tripulación que una vez más había podido partir desde Punta Arenas (Chile) y aterrizar en el aeropuerto Marshall, en la isla Rey Jorge, a 150 kilómetros del Círculo Polar Antártico.
La segunda, el frío intenso. A pesar de los trajes especiales con los que todos se abrigaban, la sensación térmica de menos diez grados hacía mella.
Excitados, los pasajeros fueron trasladados a la base científica que Uruguay tiene en la Antártida desde hace 20 años.
"De chico, a los once años, me acuerdo que hice un mapa en la escuela y con plastilina blanca creé la Antártida. En ese momento decidí que un día vendría", confesó el odontólogo Ricardo Méndez.
Ricardo es uno de los nueve intrépidos uruguayos que pagaron mil 200 dólares por pasar cinco días en la Base Científica Antártica Artigas, un programa turístico organizado por el Instituto Antártico Uruguayo y el Ministerio de Turismo.
Con 85 años, decidió ir "a uno de los lugares más mágicos de la Tierra" y no sólo no se dejó amedrentar por la edad sino que envalentonó a una amiga de la juventud, Beatriz Silva, de 81.
De 42 pasajeros que transportó el Hércules, sólo nueve pagaron el viaje, pues otros tantos disfrutan de una invitación y el resto eran científicos o técnicos que iban a trabajar.
De hecho, según afirmó el ministro de Turismo uruguayo, Pedro Bordaberry, el objetivo último de llevar turistas es obtener dinero para financiar tanto esos proyectos como la base en sí, cuyos recursos quedaron muy mermados tras la crisis financiera que atravesó el país en 2002.
En la base residen actualmente durante todo el año ocho personas -cuatro menos de las que solía haber-: cinco permanentes (un cocinero, un buzo operador, un electricista, un mecánico y el jefe del asentamiento) y tres de forma rotativa (un doctor, un meteorólogo y un radio operador).
Viven soportando temperaturas que oscilan desde una media de un grado sobre cero en verano hasta los -20 en invierno, con sensaciones térmicas de hasta -65 grados.
La base está formada por siete módulos prefabricados con un sistema de puerta doble que impide al gélido viento colarse al interior, que permanece caliente.
Dentro del mayor de ellos, sofás, libros, películas, dos ordenadores con internet y hasta una mesa de billar crean un ambiente acogedor.
La base se encuentra en la bahía Maxwell y está enmarcada entre el glaciar Collins -10 mil años, 25 kilómetros de largo por 5 de ancho y casi uno de profundidad- y el lago Uruguay, y dista 50 metros de las frías aguas por donde de vez en cuando se pasea alguna ballena azul buscando krill con el que alimentarse.
No son los únicos visitantes. Asiduos del "barrio" son también las focas y los pingüinos.
En la parte norte de la isla se encuentra el estrecho de Drake, a 1.000 millas náuticas (mil 850 kilómetros) de Suramérica y donde descansa una colonia de elefantes marinos.
El teniente Coronel Carlos Cabara intenta sin mucho éxito evitar que el grupo moleste a los inmensos animales, que rugen para asustar a unas personas que no se dejan amedrentar, por lo que optan por reptar y dirigir sus 500 kilos de peso hacia el mar.
Por ser el más experimentado del equipo, Cabara es el que dirige el ascenso al glaciar: esforzados, los turistas suben caminando, evitando las grietas y los salientes de agua, comunes en el verano austral.
Cuando el viento sopla del sudeste, los múltiples icebergs que están a la deriva en la bahía Maxwell desprenden fragmentos, bloques de hielo azulado que al llegar a la costa crepitan cual llama prendida y contrastan su fría transparencia con el rojo, el rosa, el amarillo y el naranja de las algas que yacen lánguidas sobre los cantos rodados simulando un manto de pétalos de rosa.
Tras cinco inolvidables días en el continente blanco los turistas volverán a subir al avión.
"Es increíble. Pensar que tengo 81 años y estoy aquí, y si no hubiera venido me habría perdido esta magnífica experiencia. ¡Qué fantástico!", resume Beatriz con una espléndida sonrisa. pmm
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