jueves, setiembre 18, 2008
Pintura antártica de Marina Curci
La Antártida según Marina Curci
enviado por masalladelsur@yahoo.com.ar
Reenviamos escaneos de la obra antártica que la pintora Marina Curci expone actualmente en Buenos Aires. En el 2006 viajó embarcada en el Rompehielos Irízar hasta la "Costa Confín" del Mar de Weddell.
Susana - Mariza - Pablo
- Más Allá del Sur - Radio nacional AM 870 -
“...Aquí en esta latitud (77º) todo el día es de día, el sol siempre está allí arriba, lo único que sucede es que hace un arco por sobre nosotros. Se acerca levemente al horizonte, pero como jugando no lo llega ni a tocar, rebota nuevamente para elevarse otra vez y recomenzar su danza semicircular sobre nuestras cabezas.
Ya hace 25 días que no veo la noche…” Marina Curci enero de 2006
Un lugar desconocido para la inmensa mayoría de los seres humanos. No sólo desconocido sino difícil, casi imposible, de imaginar. No hay vivencias equiparables a la experiencia antártica (dicen los que fueron). El tiempo y el espacio, naturaleza y cultura, tienen allí unas coordenadas diferentes a las que se experimentan en todos los lugares habitables del planeta, sean cuales fueren.
Marina Curci viajó a la Antártida a bordo del rompehielos Almirante Irízar en 2006. Llegó a la Antártida luego de un largo período de trabajo y reflexión sobre la naturaleza, el paisaje y su punto de vista como espectadora primero, luego como constructora de paisajes.
La cuestión de la inmensidad ha sido una perspectiva central en su aproximación al paisaje. Primero fue la pampa, el “desierto” que llegaba hasta la vereda de su casa suburbana, que pugnaba por hacerse visible desde abajo del asfalto y las baldosas en la presencia – mínima, casi imperceptible – de los yuyos y pequeñas hierbas “indeseadas” en las veredas y jardines.
Desde ese lugar de reflexión se dispuso a encarar su experiencia en la Antártida, el mítico continente de hielo, sabiendo de antemano que enfrentaría una naturaleza por completo nueva, como un desafío a sus posibilidades de representar y de construir, a partir de su experiencia, un paisaje. ¿Cuál era su expectativa? Un viaje a la Antártida se intuye como una experiencia decisiva, supone enfrentar una relación desconocida con la naturaleza. Tal vez también un viaje interior, al fondo de las posibilidades de vivir y comprender esos procesos de acomodamiento a un entorno que impone unas reglas inexorables. El desafío del regreso sería lograr transmitir en su pintura algo medular de esa experiencia, algo que pudiera suscitar en el espectador algo más que la traducción de esa naturaleza desconocida a unos términos y parámetros conocidos. Sin embargo nada fue como esperaba, la dimensión de su extrañamiento fue desbordante.
Marina Curci llevó un registro minucioso de todas las instancias del viaje. Escribió, dibujó, fotografió, pintó. Aquí se exhibe una meditada selección de las imágenes que – a la manera de un diario – fueron hechas durante el viaje. Y con todo ese material trabaja, desde hace más de un año en su estudio, en una búsqueda interminable de las dimensiones profundas del cambio que la experiencia antártica operó en ella.
A lo largo del viaje hubo un proceso de reacomodamiento, que podría pensarse como un cambio paulatino en la ecuación cultura/naturaleza. Al principio su respuesta casi instintiva a la inmensidad oceánica fue concentrarse en la cultura que la contenía ante el abismo. Se dedicó a dibujar su entorno inmediato: el barco, el puente de mando, las máquinas, el universo cerrado de ese barco que era como una ciudad flotante, con sus códigos de convivencia, sus reglas y su rutina.
Dice Marina que le costó mucho elaborar un sistema de representación de aquello que la rodeaba más allá de los confines del barco. Cómo sintetizar en el dibujo, cómo traducir en términos plásticos esa experiencia totalmente nueva. El color, el espacio, los volúmenes, pero también el clima, el tiempo de la acción, eran algo absolutamente nuevo, sin parámetros de comparación con lo vivido hasta entonces. “Por ejemplo – dice – no tenía la posibilidad de pararme a contemplar belleza ni a reflexionar. No podés quedarte ahí parada. Todo es movimiento.” La acuarela se congelaba en el pincel. Ha dejado en muchos de sus dibujos el rastro de esas cristalizaciones de los materiales. Se congelaban también las manos, los pies. El clima impuso su ritmo a los dibujos. Trazos rápidos, una gran concentración, la búsqueda de lugares donde anclar un centro para la mirada. ¿Qué es figura y qué es fondo? ¿Cómo medir la distancia? ¿Luz y sombra? ¿Qué sintetizar? Nada de lo aprendido y practicado hasta entonces pareció útil. Dedicó sus días a dibujar a un ritmo frenético, sin darse tiempo para pensar y aplicar alguna de las convenciones que llevaba de su experiencia paisajística previa.
La Antártida para ella, desde el momento de su partida hasta hoy, significa un lento y paulatino desmantelamiento de todas sus certezas aprendidas. Fue, en última instancia, un viaje de alejamiento progresivo de las reglas de la mímesis en su relación con la naturaleza. De las salas de máquinas al interior oscuro de los témpanos. De la rasgadura mínima de una grieta en el hielo al despliegue de las infinitas gradaciones de azules en su experiencia de lo sublime polar.
“Aprendés otras maneras de ver la naturaleza y entendés que todas son pasionales. – dice – Tenés la sensación de entender el mundo a partir de esas imágenes tan fuertes y poderosas, siempre en movimiento.”
Los materiales: los pigmentos, papeles, la técnica, tienen un protagonismo especial en la obra de Marina Curci. Fabrica sus pinturas y elige cuidadosamente los soportes. Los dibujos y bocetos que realizó durante el viaje significaron también un giro en ese sentido. Más que superponer pigmentos y trazos sobre el soporte, su vivencia fue la de estar desagregando, como escarbando en el hielo. Encontraba que el protagonista comenzaba a ser el papel, que dejaba de ser base de la representación para ser el tema principal, la presencia más importante. Descubrió cómo se congela y se descongela la acuarela, aprendió a dibujar con unos guantes enormes, a trabajar en tensión, velozmente y en interacción con esa naturaleza que imponía férreamente sus ritmos.
Una artista reflexiva, minuciosa hasta rozar la obsesión, se encontró sin posibilidades de preguntarse nada a la hora de plasmar lo que veía. No pudo organizar de un modo racional ni siquiera afectivo el impacto que ese mundo produjo en ella. Dibujó frenéticamente sin detenerse a hacerse preguntas. Se dedicó a vivir el espacio y procuró dejarse llevar por la fuerza que la impulsaba a una práctica casi automática del dibujo. A su regreso vendrían el tiempo y la calma para procesar ese caos de sensaciones. La prioridad fue capturar aquello que nunca más tendría, el instante del encuentro.
Al regreso, otra vez en el ámbito reposado del taller, la artista ha comenzado otro viaje. Un viaje que la lleva a una nueva relación con la pintura. Trabaja superponiendo capas de pigmento y veladuras que dan a sus telas una extraña densidad. Hay abismos en esas telas donde es posible hundirse. De la Antártida trajo una vibración emocional que la alejó de la figuración. Desapareció en sus últimas telas el horizonte que la obsesionaba para dar lugar al abismo total, el paredón de hielo aparece infinito en sus trípticos inmensos, donde todo es abismo, en azules y negros profundos. Ha hecho también otras series de cuadros casi blancos, casi vacíos. Hay allí un despojamiento paulatino, un crescendo del silencio. Esas series plantean también una ruptura de los límites del cuadro. Ninguno termina siendo un cosmos ordenado en sí mismo sino que continúa en los otros, siguiendo el vértigo de esa inmersión en una renovada experiencia de lo sublime. Algo que parecía difícil de imaginar en este fatigado planeta.
Laura Malosetti Costa
julio de 2008
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