martes, agosto 03, 2004

Mitos antarticos


Artículo publicado en el diario el Mercurio, el día 22 de Enero de 2000.
Santiago de Chile, Sábado 22 de Enero de 2000
http://rl154.tripod.cl/pantartica01.htm

"De la Región Antártica Famosa"
por Pedro Pablo Guerrero

TERMINA enero. El calor aumenta. ¿Ha pensado en pasar sus vacaciones en la Antártica? A contar de este año, puede hacerlo por tres mil dólares: una empresa turística de Magallanes ofrece paquetes exclusivos. ¿Riesgos? Los hay, por supuesto, pero cada vez menos. En el mundo actual todo es posible. Basta pensar en las cinco inglesas que por estos días caminan hacia el Polo Sur soportando vientos que alcanzan los cien kilómetros por hora y temperaturas de treinta grados bajo cero. Y eso que, por efecto del calentamiento global, se estima que las temperaturas en la región han aumentado 2,5 grados desde 1940.

Los hielos se derriten. El mito retrocede, como la capa de ozono.

Llamado alguna vez la última frontera, el continente blanco empieza a abrirse a los profanos, tras décadas de recibir solamente misiones científicas y militares.

¿Solamente? Bueno, en el caso de Chile los escritores también fueron pioneros. Visionariamente, distintos gobiernos y ramas de la defensa los han invitado a participar en expediciones australes, conscientes del valor cultural que su testimonio podría adquirir para reafirmar las pretensiones de soberanía sobre la Antártica que nuestro país mantiene desde 1940. Hacia fines de esa misma década partieron las primeras avanzadas. A partir de entonces han visitado la región Salvador Reyes, Miguel Serrano, Francisco Coloane, Oscar Pinochet de la Barra y Enrique Lafourcade.

Otro tanto hacen potencias como Estados Unidos. Con más recursos, se entiende. El Antarctic Artists and Writers Program, dependiente de la National Science Foundation, instala anualmente en bases norteamericanas a poetas, novelistas e historiadores que proyectan escribir trabajos sobre la región. Más de doce autores han viajado hasta la fecha. De vuelta a su país publican libros, dan conferencias, crean cierta expectación pública. Despiertan en el ciudadano común el interés por una región donde, probablemente, nunca pondrá un pie.

De la Antártica mítica a la geográfica

Sin embargo, mucho antes que se practicaran esta clase de expediciones, ya hubo escritores que viajaron a la Antártica con la fantasía, seducidos por su misteriosa fama o por el valor simbólico que le atribuían a esa comarca ignota.

¿Llegaron a oídos de Dante versiones que hablaban de una masa continental en las antípodas del mundo? ¿La Antarktikos, como la llamó Aristóteles? Es posible. En la Divina Comedia, al
círculo de fuego localizado en las entrañas de la Tierra sigue una región de hielos eternos reservada al castigo del mayor pecado: la traición. En ella habita el Traidor por excelencia, aquel que defraudó la confianza del Creador. Lejos de su luz, lejos del calor que anima al resto de las criaturas, está quien alguna vez fuera el ángel más perfecto, el más bello. El más soberbio.

La historia terminaría por comprobar la existencia de este mundo helado. Y el arte no tardó en resucitar sus mitos. Circunnavegada por James Cook (1773-75), la Antártica ha inspirado desde entonces ficciones que despiertan recuerdos atávicos. John Cleves Symmes, un imaginativo norteamericano de comienzos del siglo XIX fue autor de "La teoría Symmes de las esferas concéntricas": la Tierra - aseguraba- era hueca, habitable y abierta en los polos, puertas de entrada a un paraíso subterráneo. Tanto este ensayo como su novela utópica Symzonia influyeron en Jeremiah Reynolds, explorador de los mares del sur y autor de un informe que impulsó la primera exploración norteamericana a la Antártica (1840-42). Reynolds, a su vez, inspiró la famosa Aventuras de Arthur Gordon Pym (1837), de Edgar Allan Poe, enigmática novela en la que se relatan las penurias de un joven que viaja al último confín del mundo, donde encuentra extrañas criaturas y se interna en regiones escabrosas.

Más de un crítico ha creído descubrir rasgos autobiográficos en el libro, expresados simbólicamente. El chileno Luis Domínguez advierte en el prólogo a la edición de Quimantú (1972): "No es una mera coincidencia la similitud fonética y rítmica de los nombres Edgar Allan Poe y Arthur Gordon Pym". En efecto, la personalidad atormentada del autor se expresa a través de paisajes desolados y hallazgos perturbadores, incluida una oscura intuición sobre el nacimiento de las razas humanas, que delata el origen inequívocamente virginiano del autor: cerca del Polo, Arthur Gordon Pym se encuentra con salvajes de "tez negrísima" y "cabellos largos, espesos y lanudos" que jamás han visto a individuos de raza blanca ("color este que parecía inspirarles repugnancia").

El libro de Poe es crucial en la literatura antártica. No sólo por su innegable calidad, sino porque todavía conviven en él rasgos fantásticos y realistas. Posteriormente, las exploraciones del continente helado y la llegada al Polo del noruego Roald E. Amundsen (1911), pusieron freno a la imaginación con informes científicos de exactitud creciente. En adelante, nacerían obras que se inscriben en un registro u otro, pero rara vez en ambos.

Magnífico continuador de la vertiente fantástica será H. P. Lovecraft y su novela En las montañas de la locura (1931), atisbo de un terrible mundo prehumano, sepultado hace miles de años. El trepidante relato se inicia, como es habitual en este autor, con una advertencia inquietante:

"Porque los hombres de ciencia han rehusado seguir mis consejos, me siento obligado a hablar, aunque sé que mis advertencias serán inútiles. Expondré las razones por las que me opongo a ese proyecto de invadir las tierras antárticas en busca de fósiles y de horadar y fundir las antiguas capas de hielo".

¿Sólo un golpe de efecto? Ojalá, pues lo que pretende haber descubierto el narrador bajo las ruinas antiquísimas de una civilización olvidada, supera cualquier pesadilla. Es algo horrendo e inefable, que apenas se deja adivinar en las palabras que un testigo desquiciado pronuncia al final del libro: "¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!". Lovecraft las reprodujo textualmente del libro escrito por E. A. Poe. No sabemos lo que significan, pero estremecen.

En busca del origen

Si en los relatos fantásticos posteriores a Gordon Pym el rasgo autobiográfico se atenúa hasta casi desaparecer, en las ficciones realistas persiste, haciéndose cada vez más explícito. ¿Un pasado mítico y colectivo que se quiere olvidar en oposición a otro biográfico-individual que se desea recuperar? No siempre. A veces uno es tan terrible como el otro.

Los hielos antárticos parecen vincularse, de alguna forma, con la nostalgia esencial del ser humano. Dos libros recién traducidos hablan, a su modo, de este anhelo: Patinando a la Antártida, de Jenny Diski (1997; Circe, 1999), y Surcando el Antártico, de Elizabeth Arthur (1994; Ediciones B, 1999).

El primero es un híbrido de memorias y libro de viaje. Su autora es una conocida novelista y crítica literaria inglesa. La narradora también. Son la misma persona. Jenny Diski no teme desnudar su vida ante los lectores. Se remonta a la infancia mientras viaja hacia los hielos, primero en avión y luego en un buque ruso reacondicionado. Su adolescencia no fue precisamente un edén y quiere aclarar las razones. ¿Por qué su padre la abandonó?, ¿por qué su madre sufría crisis depresivas?, ¿por qué ella debió vivir con extraños y terminó internada en sanatorios psiquiátricos, después de intoxicarse con drogas?

Durante esas curas la protagonista desarrolla una rara obsesión:

"No me siento del todo satisfecha con el grado de blancura que reina en mi vida - declara- . Mi dormitorio es blanco: paredes blancas, gélidos espejos, sábanas y fundas de almohada blancas, blancas persianas de lamas. Lo hice lo mejor que pude".

"Estrictamente hablando, yo perseguía el olvido", interpreta Jenny Diski. El continente blanco, apenas tocado por el hombre, le parece, naturalmente, el lugar perfecto para encontrarlo. Para saber exactamente qué debe olvidar, antes de partir rastrea su niñez en un lúgubre barrio londinense, buscando testigos de su pasado. La verdad no tarda en llegar: su padre era un estafador adorable. De su madre, a quien no ve hace años (¿está viva?), comprueba lo que siempre supo: era la misma mujer sádica y manipuladora que solía decirle: "Eres una inútil, ojalá te hubieras asfixiado al nacer". Reflexionando sobre estos hallazgos en medio de una naturaleza deslumbrante, la narradora intercala sagaces comentarios sobre los ecoturistas que la acompañan, haciendo gala de una ironía exquisita. La narración se desliza hacia un anticlimax que le permite a Diski asumir su pasado sin dramatismo, con una frialdad digna de la reina de las nieves.

Surcando el Antártico, por su parte, es una novela de largo aliento cuya autora apenas logra imprimirle a la realidad un barniz de ficción. Elizabeth Arthur participó en 1990 en el Antarctic Artists and Writers Program y si no fuera por ciertos episodios y frases de antología, el argumento sería insufrible: fascinada desde niña con la hazaña del británico Robert Falcon Scott, una mujer pretende reeditar la expedición de este explorador, el segundo hombre que llegó al Polo sur, días más tarde que Amundsen.

La historia de E. Arthur es una doble recuperación del pasado: pretende redimir el fracaso de un héroe que llevó a la muerte a todos sus compañeros, a la vez que reconstruir ab ovo (como Sterne en Tristram Shandy) la vida de la narradora, quien empieza a evocarla desde el instante en que abandonó el útero materno. Este recurso, en apariencia pueril, adquiere sentido cuando lo relaciona con el mito de la Tierra cóncava:

"La añoranza es muy importante en todas las historias sobre la Antártida; no sólo la añoranza en general, sino la de estar dentro si se está en el exterior y de estar fuera si se está en el interior".

A cada rato se encuentran pepitas de oro como ésta.

Pasajeros del frío

Después de conquistar el Everest, bajar a las profundidades abisales, llegar a la Luna y cruzar el Sahara, ¿por qué el hombre insiste en visitar la región más fría del planeta? ¿Qué pretende encontrar en ella?

No faltan quienes aseguran que sólo se busca a sí mismo.

Cuando Francisco Coloane publica la novela Los conquistadores de la Antártida (1945), dos años antes de viajar a ese continente, en la primera expedición de la Armada, los lectores creen estar frente a una especie de continuación de su primera novela, El último grumete de la Baquedano. Reaparecen varios personajes y la acción transcurre nuevamente en aguas australes. La anécdota es tan sencilla que defrauda ligeramente a los críticos: cuatro hombres navegan a la Antártica en una frágil embarcación; recorren parajes imponentes y conocen a los animales propios de la zona, tal como los describen los científicos que han viajado hasta la fecha. En algún momento se conversa, además, acerca de la penosa expedición de Ernest Shackleton (1915-16), rescatada por el piloto Luis Pardo, de la Armada de Chile. Toda una hazaña, por cierto, en la que el autor se inspira notoriamente.

Durante décadas el libro no pasa de ser una lectura escolar. Recién en 1998, cuando Zig-Zag publica la ¡26a. edición!, el prologuista - Floridor Pérez- , repara en un detalle que se les había escapado a todos: Los conquistadores de la Antártida deja entrever un interesante correlato autobiográfico. No tan dramático como el de Poe, desde luego, pero igualmente revelador. ¡Qué nuevo aspecto adquiere entonces la novela!

El continente de los hombres solos (1956), de Salvador Reyes es, en cambio, un diario de viaje en forma. Con fechas y todo. Su estilo directo revela un observador atento, que sólo se deja llevar por las imágenes cuando lo acometen arrebatos de entusiasmo marinero. No es de extrañar, pues el autor pertenecía a la Hermandad de la Costa y era particularmente sensible a las ceremonias de iniciación, las veladas musicales y las discusiones sobre los méritos de Conrad, Mac-Orlan y Cendrars que afloraban, como era de rigor, en toda navegación.

Durante su tránsito por los agitados mares antárticos, a bordo de la fragata de guerra "Maipo", el autor observa a sus compañeros y evoca a exploradores que alcanzaron la gloria en esas mismas latitudes. Y aunque derrocha humor porque se sabe liviano de sangre, tampoco elude las reflexiones serias, incluso admonitorias, a la hora de criticar ciertos rasgos del carácter chileno:

"Los países, como los hombres, necesitan acción e inquietud para mantenerse sanos y aptos; el tener algo de Quijotes, el ser visionario, es saludable para ellos. La modorra y el conformismo no han hecho nunca bien a nadie. La Antártica ha venido a significar eso: la aventura y la acción que le hacían falta a Chile; la Antártica es la respuesta a la cazurrería y al utilitarismo que están matando el alma de nuestra nación como la de tantos otros pueblos".

Oscar Pinochet de la Barra va todavía más lejos. Para este abogado, historiador y diplomático casi toda su carrera ha girado alrededor del continente antártico. Es un reputado experto en materia de tratados internacionales y argumentos jurídicos de la soberanía chilena. Pero además cuenta con numerosas publicaciones sobre el tema. No todas son especializadas. También le gusta sentir y recordar. En su libro más reciente, Memorias poco diplomáticas (Andrés Bello, 1999) evoca su llegada al Polo Sur en 1994, a los 74 años. "La culminación de toda una vida dedicada a los hielos", la llama. Y razones no le faltan: "La grandiosidad del escenario, la belleza total y tranquila del blanco, el celeste y el azul; la irrealidad de una niebla espesa, el paso sin transiciones entre el viento atronador y su completa ausencia, la soledad soberana.

Uno ya no duda que se puede llegar a la verdad a través de la belleza".

La alquimia de Miguel Serrano

Pinochet de la Barra no es el único chileno que ha visto en la Antártica un pasadizo a la verdad.

Desde 1948, año en que publicó su ensayo La Antártica y otros mitos, Miguel Serrano insiste: el Polo Sur es el sexo del mundo, su parte sensible e irracional, en las antípodas del Norte lógico y utilitario. Basándose en tradiciones esotéricas y mitos ancestrales, el autor especula con la posibilidad de que la Antártica sea la vieja Atlántida, desplazada de su posición original por cataclismos u otros fenómenos geológicos. Como John C. Symmes y Julio Verne, cree en la teoría de la Tierra hueca y ve en el Polo un acceso a ella. Cree también - y esta es la parte más polémica de su pensamiento- que un convoy trasladó a Hitler hasta ese mundo subterráneo, a fines de la Segunda Guerra. Desde esa región (la misma en la que Dante imaginó confinado a Lucifer), el führer regresará algún día a desencadenar el apocalipsis, profetiza el autor.

Se puede creer o no en las hipótesis de Serrano. Por lo demás, él mismo da a entender que habla, muchas veces, en un sentido alegórico. Se puede disentir, asimismo, de las premisas políticas que lo guían. Lo que no es posible negar es la riqueza de su imaginación y la alucinante síntesis de tradiciones que realiza, a la altura de los mejores autores del género fantástico, a quienes ha leído con evidente provecho. Aun más, en este terreno se adelanta a clásicos contemporáneos como El retorno de los brujos, de Louis Pauwels y Jacquies Bergier; El viajero de Agartha, de Abel Posse, y a un apasionante libro de publicación reciente, que rastrea en la Antártica los vestigios de una civilización perdida: Las huellas de los dioses, de Graham Hancock (1995; Ediciones B, 1998).

Obviando la ideología que la respalda, es posible afirmar que la Trilogía de la búsqueda en el mundo exterior - publicada entre los años 1950-1963 y reunida por Nascimento el año 1974, en un solo volumen- contiene algunas de las páginas más bellas que se han escrito sobre el continente helado. En Serrano coinciden, excepcionalmente, el fabulador y el memorialista, pero también el erudito y el aventurero.

Quién llama en los hielos (1957), segundo volumen de la trilogía, es una obra comparable, por su complejidad simbólica, con el libro de Edgar A. Poe, citado frecuentemente por el autor chileno. En él relata el viaje que efectuó en 1947, junto a la segunda expedición chilena a la Antártica. Esa travesía tiene su contraparte en el camino introspectivo que recorre hacia zonas secretas de su personalidad. Ambos senderos se cruzan, borrando las fronteras entre el mundo psíquico y el real, aunque se advierta con insistencia que aquél prefigura a éste:

"Por primera vez en la Antártida experimenté la soledad. Una soledad que no era producida por lo externo, sino que provenía del interior. Era una soledad lejana, primordial, congénita a la existencia y que se hacía consciente debido al cansancio casi metafísico que nos dominaba. Intuía, realizaba la fatiga del ser, en las células, en las entrañas; los huesos dolían, con un frío que les penetraba en la médula".

El frío puede quemar como el fuego. Prueba al hombre, haciéndolo luchar contra sí mismo. Lo purifica. Para alcanzar el cielo luminoso, dice Serrano, se debe atravesar primero el mundo de las tinieblas, cumpliendo así con la regla paradójica de la alquimia.

Reconoce, sin embargo, que nadie pasa impunemente por el Averno:

"Descubro que mi alma está quemada por los hielos y que es muy difícil que otra pasión que no sea la del frío y la de perderme entre sus témpanos y sus oasis surja de nuevo de sus lejanas y hondas profundidades".

Tierra virginal de paisajes únicos, pero también de espejismos, como todo oasis, la Antártica marca a ciertos escritores con esa nostalgia extraña, ilógica, que sienten aquellos que nunca han estado en ella y que persigue para siempre a quienes la visitan.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario