domingo, febrero 11, 2007

Expedición va por los tesoros en la Antártida

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Por MIGUEL ÁNGEL BARROSO
Publicado en ABC.es
10feb07
Un marinero holandés que navegó con él sostuvo que el explorador español Gabriel de Castilla fue el primero en echar el ojo a la Antártida, allá por 1603; habría llegado a los 64°S y avistado alguna de las islas Shetland del Sur. En realidad, la historia de la Terra Australis Incognita está llena de descubrimientos más o menos comprobados, de rumores, de leyendas. En 1819 el navío español «San Telmo» desapareció en mitad de una tormenta al sur del Cabo de Hornos. Se cree, por los restos encontrados recientemente, que pudo alcanzar esas inhóspitas tierras. Ese mismo año, el capitán William Smith, arrastrado también por la furia del viento, arribó a las Shetland en un bergantín inglés y sopesó las grandes posibilidades comerciales del lugar gracias a la abundancia de lobos marinos. James Weddell, uno de los grandes navegantes antárticos, recorrió aquellas aguas en 1821 y 1822 y notificó media docena de naufragios; por los vestigios encontrados -abundantes huesos de focas-aventuró que los tripulantes del «San Telmo» pudieron sobrevivir algún tiempo. A principios del siglo XIX los cazadores de lobos marinos crearon los primeros asentamientos: improvisaban refugios en cuevas o levantando muros de piedra y salían despavoridos cuando empezaba el crudo invierno austral. Claro que con los naufragios hubo más de una partida que esperó en vano que la fueran a buscar. Se han encontrado zuecos, pipas, botellas, remos y telas de velas.
Más tarde llegaron los balleneros. Pasaban el verano en la Antártida esperando a los cetáceos que acudían a alimentarse de los grandes bancos de krill. Estos cazadores, la mayoría noruegos, vivían en buques que eran auténticas factorías flotantes. Faeneaban la ballena en el agua y la subían a bordo troceada. En pequeñas bahías de aguas calmas instalaban depósitos de carbón, barriles, calderas para proveerse de agua dulce... Puertos que fueron los orígenes de las estaciones balleneras de Isla Decepción o de las Georgias del Sur.
Año Polar Internacional
Hoy, convertida la Antártida en santuario para las ballenas (al menos sobre el papel), las instalaciones levantadas entre la roca y el hielo han entrado en el plano de la arqueología. Esta semana ha partido hacia el fin del mundo una expedición hispano-luso-argentina patrocinada por BFGoodrich Tires que buscará el rastro de los pioneros. «Se trata de la primera expedición privada promovida en nuestro país en un cuarto de siglo», señala José María Jayme, presidente de la Fundación Regiones Polares y participante en cinco campañas antárticas españolas. «La anterior, realizada por la Asociación Españoles en la Antártica, se realizó en 1982 en la goleta «Idus de Marzo», con el empresario y marino Guillermo Cryns al frente. Fue un viaje de reconocimiento que tuvo un gran eco en los medios de comunicación y, de alguna forma, abrió brecha para la presencia española en el continente, con la fundación de las bases Juan Carlos I y Gabriel de Castilla en las islas Livingstone y Decepción, respectivamente, y el inicio de las campañas del buque oceanográfico «Hespérides»».
El equipo, con más de una treintena de expedicionarios, zarpó de Ushuaia (Argentina) a bordo del buque-museo «Ice Lady Patagonia». Tendrá como objetivo completar los estudios sobre antropología antártica del investigador argentino Carlos Pedro Vairo, director del Museo Marítimo de Ushuaia. El proyecto se entronca en el contexto del Año Polar Internacional 2007-2008.
La invención por el marino noruego Sven Foyn en 1865 del cañón lanza-arpones, que disparaba un garfio de acero, fue clave en la llegada de los balleneros nórdicos y en la instalación de sus bases en la península antártica y sus archipiélagos. «Se conoce muy poco de estos asentamientos porque dejaron restos aislados, y además eran mantenidos en secreto para evitar la competencia de otros balleneros», afirma Carlos Pedro Vairo. «Asestaron un duro golpe a los cetáceos y casi exterminaron a ballenas azules, francas, jorobadas y minke». El objeto de su codicia era, principalmente, el aceite de ballena, que se empleaba para obtener glicerina y como componente de jabones, detergentes, pinturas, tintas de impresión, ceras...
«La caza de la ballena se fue transformando con el tiempo», continúa Vairo. «En la península Antártica comenzó a decaer después de 1920 para prácticamente desaparecer en 1930 y reiniciarse, con gran auge, con los buques factoría que permitían que el animal fuera izado a bordo de una pieza. La última estación ballenera fue la de Grytviken, en las islas Georgias del Sur, que operó hasta 1961. En la península se trabajaba con esos grandes buques y, por lo general, los campamentos en tierra eran visitados, temporada tras temporada, por la misma empresa, que dejaba su «marca» con pintura en las rocas. Se trata de asentamientos precarios. Hoy se encuentran embarcaciones de pequeño porte -chalanas- usados para el transporte de combustible, alimentos y explosivos; los conocidos como «water boats» (en los que se trasladaba agua dulce a las factorías flotantes); depósitos de barriles, de carbón, calderas, cañerías cerámicas, amarras...».
Lugares fantasmagóricos en un territorio extremo que quedan como testigos de una actividad que dejó al borde de la extinción a los gigantes del océano.

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