12 de Septiembre de 2004
Por FERNANDO CUEVAS
Más que falta de creatividad, el reciclaje fílmico responde a las lógicas del mercado: jugar a la segura. Los subproductos cinematográficos (llámense secuelas, crossovers, films basados en series televisivas o en videojuegos) apuntan a un segmento calculado. De antemano se sabe el costo-beneficio por producir tal o cual película, factor que resulta decisivo para aventurarse a realizarla. Lo demás es lo de menos: que si es un simple capítulo alargado de la teleserie, que si el argumento se resume en dos líneas, que si...
Dos ejemplos coinciden en nuestra cartelera de este tipo de cine que, más que ser iniciador de sagas o incluso de emporios económicos, es la consecuencia de una serie de modas y tendencias producto de otras manifestaciones: la televisión y el cómic, aunque éste fuera resultante de la película. Entre esta red de propuestas, lo que al final cuenta es el potencial de venta. Así, mientras infinidad de films no llegan a nuestros cines o, pero aún, se quedan en proyecto, otras de mucho menor nivel, ocupan valiosos espacios en la cartelera. Primero la taquilla, después la propuesta.
Bajo el slogan de que gane quien gane, nosotros perdemos, Alien vs Depredador (2004) se estructura a partir de puros reciclajes, de historias ya contadas simplemente aderezadas para la ocasión. Dirigida por Paul Anderson (Resident Evil: El huésped maldito), la cinta se desarrolla con base en la añeja hipótesis de que fueron extraterrestres los que enseñaron a algunas civilizaciones a construir las pirámides. Se supone que los Depredadores iluminaron a egipcios, aztecas y ¿camboyanos? para edificar sus templos sagrados, a cambio de que participaran en sacrificios para darle vida a los Aliens, objetos de caza de los primeros.
Así, cada 100 años, nuevos guerreros con armadura y trenzas al estilo rasta, deben probar su valía matando aliens; y si el asunto se sale de control, a destruirlo todo y ya veremos pasada otra centuria. Pero como ahora faltaban cuerpos humanos para alojar a los mortíferos insectos, los Depredadores tuvieron la idea de atraer a un grupo de investigadores con el anzuelo de descubrir la primera pirámide construida (en realidad una prisión alienígena parecida a El cubo), ubicada en la Antártida y sumida en las profundidades del hielo.
De ser una de las mejores sagas que se han filmado, aquí los aliens son desprovistos de cualquier atractivo, fuera de los eficientes efectos especiales (sobre todo por el trabajo manual más que digital), y se reducen a meras criaturas de caza. Y aunque la pelea a tres caídas acaba siendo muy pareja, no se siente ningún tipo de tensión y lejos quedó la claustrofobia y el horror que caracterizó en particular a la primera película, obra maestra de Ridley Scott.
Los Depredadores, por su parte, se exponen demasiado (hasta se les olvida hacerse invisibles en algunos momentos claves). De la incertidumbre y angustia creada en la primera parte en donde traían loco al ahora gobernador de California, nos tenemos que conformar con ver armas sofisticadas y rituales guerreros ancestrales, no obstante el grado de avance de la cultura depredadora. Y el problema es que el argumento se agota en una simple lectura de jeroglíficos.
El resto es una suma de clichés: la líder que mantiene fría la cabeza, el científico vuelto valeroso luchador, los rudos que mueren a las primeras de cambio, el objeto fetiche (una corcholata de pepsi) y el final supuestamente sorpresivo preparatorio para la segunda parte. Claro, tampoco podía faltar el humor involuntario: secuencias de supuesta emotividad terminan arrancando risas. Eso sí, tanto la fotografía en penumbras como la edición, utilizando como puente los aparatos de los cazadores, le dan fluidez a la cinta y un tono críptico muy poco aprovechado por el relato.
La idea de poner frente a frente a estos extraterrestres tiene una larga historia: cómic, videojuego, tarjetas, juguetes... lo cierto es que pierda quien pierda, la casa productora ya ganó.
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