jueves, mayo 20, 2004

Un periodista de Clarín, a bordo del Irízar: "Tomé conciencia de la insignificancia del hombre"
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Por Guido Braslavsky.
gbraslavsky@clarin.com

Conocer la Antártida es una experiencia inolvidable, que deja su marca para siempre. Aunque ya había tenido la suerte de viajar dos veces a la base Marambio –la única de las bases argentinas a la que se puede llegar en un avión de gran porte como el C-130 Hércules- el viaje a las Orcadas del Sur en el Rompehielos “Almirante Irízar” fue tan sorprendente como si hubiese sido la primera vez. No esperaba que en verano y en esa latitud –las Orcadas están en el límite norte del sector antártico argentino—nos recibiera un mar sembrado de témpanos y ya cerca de las islas, con focas, lobos de mar y pingüinitos que yacían plácidamente sobre los bloques de hielo a la deriva. El espectáculo seguía en la noche, cuando el “Irízar” navegaba esquivando los témpanos con la ayuda de su radar y de potentes reflectores nocturnos que creaban una escenografía única.

En nuestros días las bases están equipadas con moderna tecnología de comunicaciones, son confortables y están bien aprovisionadas. Muchas tienen televisión satelital y entre noticieros y partidos de fútbol la estadía para quienes pasan allí doce meses, lejos de sus familias, se hace un poco más llevadera. Pero el invierno es duro y si uno mira hacia atrás, conmueve pensar en el esfuerzo de tantos argentinos en estos cien años, sin las ventajas y los medios actuales, haciendo frente a esa naturaleza tan bella como inhóspita.
Cuando llegamos a Orcadas, el “Irízar” fondeó en la bahía y un helicóptero nos condujo hasta la base. Tras recorrerla unas horas, los periodistas regresamos al buque para transmitir por teléfono satelital los artículos y fotografías que saldrían en los diarios al día siguiente. Cuando terminamos eran ya más de las diez de la noche y el plan era cenar y dormir en la base. Tuvimos que correr para abordar un bote ya que la gente del Irízar nos alertaba que cada vez había menos visibilidad, con riesgo de suspender la operación de traslado. En medio de la oscuridad el bote empezó a alejarse del barco, que se veía cada vez más pequeño, y a varios centenares de metros las tenues lucecitas de la costa y de la base parecían demasiado lejanas; hacía mucho frío y el agua helada salpicaba un poco nuestros gruesos abrigos. Es en esos momentos cuando uno toma conciencia de la vulnerabilidad e insignificancia del hombre ante la inmensidad que lo rodea. Eso es la Antártida: una de las fronteras de este mundo entre los límites humanos y la lucha por vencerlos.

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